miércoles, 26 de diciembre de 2018

CHEJOV EN EL ISABEL LA CATÓLICA

El taller de teatro del Aula Permanente de Formación Abierta de Granada ha vuelto a reponer Chejov entre nosotros. Esta vez en el Teatro Isabel La Católica.

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domingo, 20 de diciembre de 2015

ESTRENAMOS A NUESTRO CHEJOV

Estrenamos "Chéjov entre Nosotros" en el Teatro del Centro Cívico del Zaidín. Incluida en la VIII Edición del programa municipal  "Educar con Arte" de la Concejalía de Familia, Bienestar Social, Iguadad, Educación y Juventud.

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jueves, 28 de mayo de 2015

CHEJOV ENTRE NOSOTROS


CHÉJOV ENTRE NOSOTROS

Sinopsis de la Obra

La sola mención de Antón Chéjov (1.860-1904) de inmediato nos evoca a uno de los grandes nombres de la literatura universal, una fuente de creatividad inagotable, un legado artístico de lo más sugerente, fascinante y conmovedor. Por esa razón, nuestro "Chéjov entre nosotros", constituye todo un reto para este Taller de Teatro, tanto a nivel interpretativo como en su puesta en escena. Las adaptaciones de los cuentos del autor ruso pretenden mostrar algunos aspectos, no todos porque son innumerables, de su amplia faceta literaria: el humor, la ironía, la miseria, el infortunio… y cuanto concierne a la sociedad y forma de vida del pueblo ruso, con esa mirada comprensiva y humana tan esencial en la inconfundible pluma chejoviana.
Consideramos que el presente montaje puede ayudar a conocer mejor la obra de nuestro autor, elevarla a la categoría que merece y descubrir las muchas e importantes coincidencias que existen entre los temas tratados por Chéjov y nuestra actualidad. Toda una profunda y serena reflexión sobre el ser humano, sus angustias y sus esperanzas.


Se compone de las siguientes secuencias:
1. Retratos y carácter
Historia de un matrimonio”
2. Trabajo
Una mujer indefensa”
3. Visión del mundo
Quiero dormir”
4. Dinero y Poder
Los simuladores”
5. Chéjov y el Teatro de Arte de Moscú
6. Un vagón de ostras.
Las ostras”
7. Epílogos

Duración: 90 minutos


Dirección: Antonio Velasco

INTÉRPRETES



José Alonso Fernández,                     Juana Medina Pleguezuelos

Ana Mª Carmona Pérez,                      Reyes María Mesas

Teresa Cepeda Calzada,                     María Moreno Quel

Claudio César Cigulieri,                   Mª José Ramos Domínguez

Carmen Conde García,                       Mª Carmen Recio Barba

Mª Carmen Estévez Márquez,                 Puri Rodríguez Franco

Mª Pilar García Ruiz,                      Antonio Velasco Sánchez

Manuel Jiménez Ruedas.


Con la colaboración de los niños M.ª de los Ángeles y A. Manuel Velasco Rivera

LUMINOTECNIA: Antonio Alcalde Castilla


MONTAJE AUDIOVISUAL: Manuel Morales Montes


DISEÑO DEL VESTUARIO: Puri Rodríguez Franco


AYUDANTE DE DIRECCIÓN: Teresa Cepeda Calzada


MÚSICA: Rimsky Korsakov, Folklore popular ruso, Tchaikovski, Shostakovich, Dvorak, Prokofiev…  

domingo, 24 de mayo de 2015

El MISTERIO, ANTON CHEJOV

El misterio

[Cuento. Texto completo.]

Anton Chejov


La noche del primer día de Pascua, el consejero de Estado Navaguin, después de haber hecho sus visitas, tornó a su casa y tomó en la antesala el pliego de papel en donde los visitantes de aquel día habían puesto sus firmas. Se mudó de traje, bebió un vaso de agua de seltz, se sentó cómodamente en una butaca y comenzó la lectura de aquellas firmas. Al llegar a la mitad del primer pliego se estremeció y dio muestras de asombro.
-¡Otra vez! -exclamó golpeándose la rodilla-. ¡Es pasmoso! ¡Otra vez ha firmado ese diablo de Fedinkof, que nadie conoce!
Entre las numerosas firmas había, en efecto, la de un Fedinkof. ¿Qué clase de pájaro era ese Fedinkof? Navaguin, decididamente, lo ignoraba. Pasó mentalmente revista a los nombres de sus parientes, de sus subordinados; exploró en el fondo de su memoria su pasado más lejano, y nada descubrió parecido, ni remotamente, al nombre de Fedinkof. Lo más extraordinario era que, en los últimos trece años, ese incógnito Fedinkof aparecía fatalmente en ocasión de cada Pascua de Navidad y de cada Pascua florida. ¿Quién es? ¿De dónde viene? ¿Qué representa? Nadie lo sabía, ni Navaguin, ni su mujer, ni el portero.
-¡Esto es increíble! -se decía Navaguin paseándose por el gabinete-; ¡es extraordinario e incomprensible!... ¡Llamen al conserje! -gritó asomándose a la puerta-. ¡Esto es diabólico! No importa; yo he de averiguar quién es... ¡Oye, Gregorio! -añadió dirigiéndose al conserje-; otra vez ha firmado ese Fedinkof. ¿Lo has visto?
-No, señor -contestó el conserje.
-Sin embargo, él ha firmado, lo cual prueba que estuvo en la portería.
-No, señor, no estuvo.
-Pero ¿cómo pudo firmar sin venir a la portería?
-Eso yo no lo sé.
-Entonces, ¿quién lo ha de saber? Acaso te duermes y no ves quién entra. Procura acordarte. Piénsalo bien.
-No, señor, ninguna persona desconocida ha franqueado la entrada. Vinieron nuestros empleados; también vino la baronesa, con objeto de visitar a la señora; asimismo vino el clero de la iglesia vecina con el crucifijo; y nadie más.
-Así, pues, Fedinkof, para firmar, se hizo invisible.
-No lo puedo saber; lo que sí sé es que no había entre los visitantes ningún Fedinkof; esto lo juraría delante de Cristo.
"¡Increíble! ¡Incomprensible! ¡Ex-tra-or-di-na-rio! -reflexionó Navaguin-. ¡Hasta tiene algo de cómico! Por espacio de trece años viene un hombre, firma, y no hay modo de averiguar quién es. ¿Será una broma? ¿Será que alguno de mis empleados, por bromear, escribe el nombre de Fedinkof?"
Navaguin emprendió el estudio de la firma de Fedinkof; la rúbrica, floreada, llena de rasgos y de curvas, al modo antiguo, no se parecía a ninguna de las otras rúbricas. Figuraba junto a la del secretario Stutchkin, hombre modesto y de pocos ánimos, quien antes moriría de susto que permitirse broma tan osada.
-Otra vez ha firmado ese misterioso Fedinkof -dijo Navaguin, penetrando en el aposento de su esposa-, y tampoco ahora me ha sido posible averiguar quién es.
La señora de Navaguin era espiritista y explicaba cosas más inexplicables con la mayor sencillez del mundo.
-No veo en ello nada de extraordinario -repuso-; tú te empeñas en no creerlo; sin embargo, cuántas veces te he advertido que en la vida hay muchas cosas sobrenaturales, inaccesibles a nuestra comprensión. Estoy certísima de que el tal Fedinkof es un espíritu que siente simpatías por ti... En tu lugar, yo lo llamaría y le preguntaría qué es lo que desea.
-¡Vaya una sandez!
Navaguin no tenía preocupaciones; pero el acontecimiento en cuestión se le antojaba tan misterioso que su cabeza se llenó de ideas del otro mundo. Transcurrió la velada, y entretanto, meditó sobre si ese Fedinkof sería alguno de sus subordinados, arrojado del servicio por algún predecesor suyo, y que se vengaba en la persona de uno de los sucesores de aquél. O quién sabe si no es el deudo de algún escribiente despedido por el propio Navaguin. O acaso también el espíritu de alguna doncella por él seducida... Durante toda la noche, Navaguin vio en sueños a un empleado viejo, flaco, con uniforme ajado, la tez amarilla como un limón, pelos de punta y ojos de plato. El empleado, con voz de ultratumba, pronunciaba frases y enviaba gestos amenazadores.
Navaguin estuvo a punto de sufrir un ataque cerebral. Por espacios de dos semanas anduvo de un lado para otro en su habitación. Fruncía el entrecejo y callaba. Vencido su escepticismo, entró en la habitación de su mujer y le dijo con voz ronca:
-Zina, llama a Fedinkof.
La espiritista, regocijada, ordenó que le trajeran un trozo de cartón y un platillo, y procedió inmediatamente a sus manipulaciones. Fedinkof no se hizo esperar.
-¿Qué quieres? -le preguntó Navaguin.
-Arrepiéntete -contestó el platillo.
-¿Qué fuiste tú en la tierra?
-Yo erré mi camino.
-¿Ves? -le murmuró su mujer al oído-, ¡y tú no creías!
Navaguin conversó largamente con Fedinkof, luego con Napoleón, con Aníbal, con Ascotchensky, con su tía Claudia Zajarrovna; todos daban respuestas cortas, pero justas y de un sentido profundo. Cuatro horas duró este ejercicio. Navaguin acabó por dormirse, traspuesto y feliz, por haber entrado en contacto con un mundo nuevo y misterioso.
Diariamente se ocupó en el espiritismo, explicando a sus subalternos que existen muchas cosas sobrenaturales y milagrosas, dignas, desde mucho tiempo, de fijar la atención de los sabios. El hipnotismo, el medionismo, el bischopismo, el espiritismo, la cuarta dimensión y otros temas nebulosos acapararon completamente su atención. Consagraba días enteros, con el mayor júbilo por parte de su esposa, a la lectura de libros espiritistas; se entretenía con el platillo, con la mesa, y trataba de hallar explicación a los problemas sobrenaturales. Influidos por su verbosidad convincente, y deseosos de serle agradables, todos sus empleados dieron en dedicarse al espiritismo, y con tanto afán que uno de ellos se volvió loco, y hubo de expedir un telegrama concebido en estos términos:
«Al Infierno, en la Tesorería, siento que me transformo en espíritu malo; ¿qué debo hacer? -Respuesta pagada. Vasilio Krinolinski.»
Luego de haber leído algunos centenares de librejos espiritistas, Navaguin se vio poseído de la ambición de componer él mismo una obra. Al cabo de cinco meses de estudios y compilaciones, produjo un enorme manuscrito, con el nombre de «Lo que yo opino a mi vez», resolviendo mandarlo a una revista espiritista. El día en que tomó esta resolución fue para él un día memorable. Navaguin, en aquella hora trascendental, tenía a su lado a su secretario y al sacristán de la parroquia vecina, llamado para un menester urgente. El autor contempló con cariño su obra; la palpó, sonrió satisfecho, y dijo a su secretario:
-Supongo, Felipe Serguievitch, que habrá que expedir esto certificado; será más seguro -se volvió luego hacia el sacristán-. Amigo, te hice llamar porque, teniendo que mandar a mi hijo al colegio, necesito su partida de bautismo. Es preciso que me la procures cuanto antes.
-Perfectamente, excelencia -replicó el sacristán inclinándose-; perfectamente; comprendo lo que vuecencia desea.
-¿Puedes hacerlo para mañana?
-Perfectamente; puede vuecencia contar conmigo; mañana estará todo listo. Sírvase mandar alguien a la iglesia antes del Ángelus. Yo me encontraré allí, como de costumbre; que pregunten por Fedinkof.
-¿Cómo? -exclamó Navaguin pálido y estupefacto.
-Fedinkof.
-¿Tú eres Fedinkof? -preguntó Navaguin abriendo desmesuradamente los ojos.
-Así como suena: Fedinkof.
-¿Eres tú quien firmaba en los pliegos de mi antesala?
-Era yo, en efecto -confesó el sacristán, confuso y avergonzado-. Excelencia, cuando visitamos con el crucifijo a personajes de calidad, yo acostumbro a firmar... Esto me complace en extremo... Vuecencia me censurará; pero viendo en la antesala un pliego de papel destinado a recibir firmas, es indispensable que yo estampe allí mi nombre. Una fuerza oculta me impulsa a ello.
Mudo y entristecido, Navaguin se puso a caminar a grandes pasos.
Extendió la mano con ademán trágico; una sonrisa extraña asomó a sus labios, y con el dedo señaló algo en el espacio.
-Excelencia -dijo el secretario-, voy al correo para expedir el paquete.
Estas palabras llamaron de nuevo a Navaguin a la realidad. Miró alternativamente al secretario y al sacristán; se acordó de todo; pataleó y gritó en tono agudo:
-¡Déjame en paz! ¡Les repito que me dejen en paz! ¿Qué me quieren?
El secretario y el sacristán salieron rápidamente del gabinete, mientras el consejero de Estado seguía gritando con voz estentórea:
-¡Déjenme en paz! ¡Les repito que me dejen en paz! ¿Qué me quieren?...
FIN

sábado, 23 de mayo de 2015

GRISHA, ANTON CHEJOV

Grísha, un niño pequeño, rollizo, nacido hace dos años y ocho meses, pasea con la nana por el boulevard. Lleva un largo albornoz enguatado, una bufanda, un gran gorro de botoncito afelpado y unos chanclos cálidos. Tiene sofoco y calor, y ahí aún el sol travieso de abril le pega directo en los ojos y le pellizca los párpados.
Toda su figura torpe, tímida, caminante insegura, expresa una perplejidad extrema.
Hasta ahora Grísha conocía sólo un mundo de cuatro esquinas, donde en una esquina estaba su cama, en la otra el baúl de la nana, en la tercera una silla y en la cuarta ardía una lámpara. Si miramos debajo de la cama, pues veremos una muñeca con el brazo partido y un tambor, y detrás del baúl de la nana muchas cosas diversas: carreteles de hilo, papeles, una caja sin tapa y un payaso roto. En este mundo, además de la nana y Grísha, suelen estar la mamá y el gatito. La mamá se parece a la muñeca, y el gatito a la pelliza de papá, sólo que la pelliza no tiene ojos ni cola. De ese mundo, que se llama infantil, la puerta conduce a un espacio donde almuerzan y toman té. Allí está la silla de patitas altas de Grísha y cuelga el reloj, que existe sólo para agitar el péndulo y sonar. Del comedor se puede pasar a una habitación, donde hay unas butacas rojas. Allí en la alfombra se oscurece una mancha, por la que a Grísha hasta ahora lo amenazan con el dedo. Tras esta habitación hay otra aún, a donde no dejan entrar y por donde pasa fugazmente papá, ¡una personalidad enigmática en grado sumo! La nana y mamá son entendibles: ellas visten a Grísha, le dan de comer y lo acuestan a dormir, pero para qué existe papá, se desconoce. Hay aún otra personalidad enigmática, es la tía, que le regaló a Grísha un tambor. Ella ya aparece, ya desaparece. ¿A dónde desaparece? Grísha ha mirado más de una vez debajo de la cama, detrás del baúl y debajo del diván, pero ella no estaba ahí…
En este mundo nuevo, donde el sol hiere los ojos, hay tantos papás, mamás y tías, que no sabes hacia quien correr. Pero lo más extraño y absurdo de todo son los caballos. Grísha mira sus patas móviles y no puede entender nada. Mira a la nana, para que ésta resuelva su perplejidad, pero ésta calla.
De pronto oye un pataleo terrible… Por el boulevard, caminando rítmicamente, se mueve directo hacia él una multitud de soldados, de caras rojizas y ramadas de baño en los sobacos. Grísha se hiela todo de horror y mira a la nana de forma inquisitiva: ¿no es peligroso? Pero la nana no corre y no llora, entonces no es peligroso. Grísha acompaña con los ojos a los soldados, y él mismo empieza a caminar al compás de ellos.
A través del boulevard corren dos grandes gatitos de hocicos largos, con las lenguas afuera y las colas alzadas. Grísha piensa que él también necesita correr, y corre tras los gatitos.
-¡Para! –le grita la nana, agarrándolo por los hombros rudamente. -¿A dónde tú? ¿Acaso te está permitido hacer travesuras?
He aquí cierta nana está sentada y sostiene una pequeña tina de naranjas. Grísha pasa junto a ella y, callado, toma para sí una naranja.
-¿Eso tú para qué pues? –le grita su acompañante, azotándole la mano y arrancándole la naranja. -¡Imbécil!
Ahora Grísha levantaría con gusto el cristalito, que está tirado bajo sus pies y centellea como una lámpara, pero teme que le peguen en la mano de nuevo.
-¡Mis respetos! –oye de pronto Grísha, casi en su misma oreja, la voz alta, densa de alguien, y ve a un hombre alto con botones claros.
Para su gran gusto, ese hombre le da la mano a la nana, se detiene con ella y empieza a conversar. El brillo del sol, el ruido de los carruajes, los caballos, los botones claros, todo eso es tan pasmosamente nuevo y no terrible, que el alma de Grísha se llena de una sensación de placer y se empieza a carcajear.
-¡Vamos! ¡Vamos! –le grita al hombre de los botones claros, tirándole del faldón.
-¿A dónde vamos? –pregunta el hombre.
-¡Vamos! –insiste Grísha.
Él quisiera decirle que no estaría mal asimismo llevar consigo a papá, a mamá y al gatito, pero la lengua dice no lo que es necesario en absoluto.
Un poco después la nana dobla por el boulevard y lleva a Grísha a un patio grande, donde aún hay nieve. Y el hombre de los botones claros también va tras ellos. Sortean con esmero los terrones nevados y los charcos, después por una escalera sucia, oscura entran a una habitación. Ahí hay mucho humo, huele a frito y cierta mujer está parada junto al horno, y fríe unas albóndigas. La cocinera y la nana se besan y, junto con el hombre, se sientan en un banco y empiezan a hablar en voz baja. Grísha, arropado, siente un calor y sofoco insoportables.
“¿Por qué será esto?” –piensa él, mirando alrededor.
Ve un techo oscuro, una horquilla de dos cuernos, un horno que luce como un hueco grande, negro…
-¡Ma-amá! –alarga.
-¡Bueno, bueno, bueno! –grita la nana. -¡Espera!
La cocinera pone sobre la mesa una botella, dos copitas y un pastel. Las dos mujeres y el hombre de los botones claros chocan las copitas y beben varias veces, y el hombre abraza ya a la nana, ya a la cocinera. Y después todos los tres empiezan a cantar en voz baja.
Grísha se estira hacia el pastel, y le dan un pedacito. Él come y mira cómo bebe la nana… Él también quisiera beber.
-¡Dame! ¡Nana, dame! –pide.
La cocinera le da a sorber de su copita. Él desencaja los ojos, frunce el ceño, tose y largo tiempo después agita los brazos, y la cocinera lo mira y se ríe.
Regresado a casa, Grísha empieza a contarle a su mamá, a las paredes y a la cama dónde estuvo y qué vio. Habla no tanto con la lengua, como con la cara y los brazos. Muestra cómo brilla el sol, cómo corren los caballos, cómo luce el horno terrible y cómo bebe la cocinera…
Por la noche no se puede dormir de ningún modo. Los soldados con las ramadas, los grandes gatitos, los caballos, el cristalito, la tina de naranjas, los botones claros, todo eso se reunió en un montón y agobia su cerebro. Se voltea de un costado al otro, parlotea y al final de todo, sin soportar su excitación, empieza a llorar.
-¡Y tú tienes fiebre! –dice la mamá, tocando su frente con la palma de la mano. -¿Por qué podría suceder esto?
-¡El horno! –llora Grísha. -¡Vete de aquí, horno!
-Es probable, comió demás… -decide la mamá.
Y Grísha, saturado de las impresiones de esa vida nueva, recién conocida, recibe de la mamá una cucharada de aceite de ricino.

viernes, 22 de mayo de 2015

UNA PEQUEÑEZ, ANTON CHEJOV

Una pequeñez

[Cuento. Texto completo.]

Anton Chejov


Nicolás Ilich Beliayev, rico propietario de Petersburgo, aficionado a las carreras de caballos, joven aún -treinta y dos años-, grueso, de mejillas sonrosadas, contento de sí mismo, se encaminó, ya anochecido, a casa de Olga Ivanovna Irnina, con la que vivía, o, como decía él, arrastraba una larga y tediosa novela. En efecto: las primeras páginas, llenas de vida e interés, habían sido saboreadas, hacía mucho tiempo; y las que las seguían se sucedían sin interrupción, monótonas y grises.

Olga Ivanovna no estaba en casa, y Beliayev pasó al salón y se tendió en el canapé.

-¡Buenas noches, Nicolás Ilich! -le dijo una voz infantil-. Mamá vendrá en seguida. Ha ido con Sonia a casa de la modista.

Al oír aquella voz, advirtió Beliayev que en un ángulo de la estancia estaba tendido en un sofá el hijo de su querida, Alecha, un chiquillo de ocho años, esbelto, muy elegantito con su traje de terciopelo y sus medias negras. Boca arriba, sobre un almohadón de tafetán, levantaba alternativamente las piernas, sin duda imitando al acróbata que acababa de ver en el circo. Cuando se le cansaban las piernas realizaba ejercicios análogos con los brazos. De cuando en cuando se incorporaba de un modo brusco y se ponía en cuatro patas. Todo esto lo hacía con una cara muy seria, casi dramática, jadeando, como si considerase una desgracia el que le hubiera dado Dios un cuerpo tan inquieto.

-¡Buenas noches, amigo! -contestó Beliayev-. No te había visto. ¿Mamá está bien?

Alecha, que ejecutaba en aquel momento un ejercicio sumamente difícil, se volvió hacia él.

-Le diré a usted... Mamá no está bien nunca. Es mujer, y las mujeres siempre se quejan de algo...

Beliayev, para matar el tiempo, se puso a observar la faz del niño. Hasta entonces, en todo el tiempo que llevaba en relaciones íntimas con Olga Ivanovna, casi no se había fijado en él, no dándole más importancia que a cualquier mueble insignificante.

Ahora, en las tinieblas del anochecer, la frente pálida de Alecha y sus ojos negros le recordaban a la Olga Ivanovna del principio de la novela. Y quiso mostrarle un poco de afecto al chiquillo.

-¡Ven aquí, chico! -le dijo-. Déjame verte más de cerca.

El chiquillo saltó del sofá y corrió al canapé.

-Bueno -comenzó Beliayev, poniéndole una mano en el hombro-. ¿Cómo te va?

-Le diré a usted... Antes me iba mejor.

-¿Y eso?

-Es muy sencillo. Antes, mi hermana y yo leíamos y tocábamos el piano, y ahora nos obligan a aprendernos de memoria poesías francesas... ¿Se ha cortado usted el pelo hace poco?

-Sí, hace unos días.

-¡Ya lo veo! Tiene usted la perilla más corta. ¿Me deja usted tocársela?... ¿No le hago daño?...

-¿Por qué cuando se tira de un solo pelo duele y cuando se tira de todos a la vez casi no se siente?

El chiquillo empezó a jugar con la cadena del reloj de su interlocutor y prosiguió:

-Cuando yo sea colegial, mamá me comprará un reloj. Y le diré que también me compre una cadena como esta. ¡Qué dije más bonito! Como el de papá... Papá lleva en el dije un retratito de mamá... La cadena es mucho más larga que la de usted...

-¿Y tú cómo lo sabes? ¿Ves a tu papá?

-¿Yo?... No... Yo...

Alecha se puso colorado y se turbó mucho, como un hombre cogido en una mentira.

Beliayev lo miró fijamente, y le preguntó:

-Ves a papá..., ¿verdad?

-No, no... Yo...

-Dímelo francamente, con la mano sobre el corazón. Se te conoce en la cara que ocultas la verdad. No seas taimado. Lo ves, no lo niegues... Háblame como a un amigo.

Alecha reflexiona un poco.

-¿Y usted no se lo dirá a mamá?

-¡Claro que no! No tengas cuidado.

-¿Palabra de honor?

-¡Palabra de honor!

-¡Júramelo!

-¡Dios mío, qué pesado eres! ¿Por quién me tomas?

Alecha miró a su alrededor, abrió mucho los ojos y susurró:

-Pero, ¡por Dios, no le diga usted nada a mamá! Ni a nadie, porque es un secreto. Si mamá se entera, yo, Sonia y Pelagueya, la criada, nos la ganaremos. Pues bien, oiga usted: yo y Sonia nos vemos con papá los martes y los viernes. Cuando Pelagueya nos lleva de paseo vamos a la confitería Aspel, donde nos espera papá en un cuartito aparte. En el cuartito que hay una mesa de mármol y encima un cenicero que representa una oca.

-¿Y qué hacen allí?

-Nada. Primero nos saludamos, luego nos sentamos todos a la mesa y papá nos convida a café y a pasteles. A Sonia le gustan los pastelillos de carne, pero yo los detesto. Prefiero los de col y los de huevo. Como comemos mucho, cuando volvemos a casa no tenemos gana. Sin embargo, cenamos, para que mamá no sospeche nada.

-¿De qué hablan con papá?

-De todo. Nos acaricia, nos besa, nos cuenta cuentos. ¿Sabe usted? Y dice que cuando seamos mayores nos llevará a vivir con él. Sonia no quiere, pero yo sí. Claro que me aburriré sin mamá; pero podré escribirle cartas. Y hasta podré venir a verla los días de fiesta, ¿verdad? Papá me ha prometido comprarme un caballo. ¡Es más bueno! No comprendo cómo mamá no le dice que se venga a casa y no quiere ni que lo veamos. Siempre nos pregunta cómo está y qué hace. Cuando estuvo enferma y se lo dijimos, se cogió la cabeza con las dos manos..., así..., y empezó a ir y venir por la habitación como un loco... Siempre nos aconseja que obedezcamos y respetemos a mamá... Diga usted: ¿es verdad que somos desgraciados?

-¿Por qué?

-No sé; papá lo dice: «Son unos desgraciadas -nos dice-, y mamá, la pobre, también, y yo; todos nosotros.» Y nos suplica que recemos para que Dios nos ampare.

Alecha calló y se quedó meditabundo. Reinó un corto silencio.

-¿Conque sí? -dijo, al cabo, Beliayev-. ¿Conque celebran mítines en las confiterías? ¡Tiene gracia! ¿Y mamá no sabe nada?

-¿Cómo lo va a saber? Pelagueya no dirá nada... ¡Ayer nos dio papá unas peras!... Estaban dulces como la miel. Yo me comí dos...

-Y dime... ¿Papá no habla de mí?

-¿De usted? Le aseguro...

El chiquillo miró fijamente a Beliayev, y concluyó:

-Le aseguro que no habla nada de particular.

-Pero, ¿por qué no me lo cuentas?

-¿No se ofenderá usted?

-¡No, tonto! ¿Habla mal?

-No; pero... está enfadado con usted. Dice que mamá es desgraciada por culpa de usted; que usted ha sido su perdición. ¡Qué cosas tiene papá! Yo le aseguro que usted es bueno y muy amable con mamá; pero no me cree, y, al oírme, balancea la cabeza.

-¿Conque afirma que yo he sido la perdición...?

-Sí. ¡Pero no se enfade usted, Nicolás Ilich!

Beliayev se levantó y empezó a pasearse por el salón.

-¡Es absurdo y ridículo! -balbuceaba, encogiéndose de hombros y con una sonrisa amarga-. Él es el principal culpable y afirma que yo he sido la perdición de Olga. ¡Es irritante!

Y, dirigiéndose al chiquillo, volvió a preguntar:

-¿Conque te ha dicho que yo he sido la perdición de tu madre?

-Sí; pero... usted me ha prometido no enfadarse.

-¡Déjame en paz!... ¡Vaya una situación lucida!

Se oyó la campanilla. El chiquillo corrió a la puerta. Momentos después entró en el salón con su madre y su hermanita.

Beliayev saludó con la cabeza y siguió paseándose.

-¡Claro! -murmuraba-. ¡El culpable soy yo! ¡Él es el marido y le asisten todos los derechos!

-¿Qué hablas? -preguntó Olga Ivanovna.

-¿No sabes lo que predica tu marido a tus hijos? Según él, soy un infame, un criminal; he sido la perdición tuya y de los niños. ¡Todos ustedes son unos desgraciados y el único feliz soy yo! ¡Ah, qué feliz soy!

-No te entiendo, Nicolás. ¿Qué sucede?

-Pregúntale a este caballerito -dijo Beliayev, señalando a Alecha.

El chiquillo se puso colorado como un tomate; luego palideció. Se pintó en su faz un gran espanto.

-¡Nicolás Ilich! -balbuceó-, le suplico...
Olga Ivanovna miraba alternativamente, con ojos de asombro, a su hijo y a Beliayev.
-¡Pregúntale! -prosiguió éste-. La imbécil de Pelagueya lleva a tus hijos a las confiterías, donde les arregla entrevistas con su padre. ¡Pero eso es lo de menos! Lo gracioso es que su padre, según les dice él, es un mártir y yo soy un canalla, un criminal, que ha deshecho la felicidad de ustedes...

-¡Nicolás Ilich! -gimió Alecha-, usted me había dado su palabra de honor...

-¡Déjame en paz! ¡Se trata de cosas más importantes que todas las palabras de honor! ¡Me indignan, me sacan de quicio tanta doblez, tanta mentira!

-Pero dime -preguntó Olga, con lágrimas en los ojos, dirigiéndose a su hijo-: ¿te vas con papá? No comprendo...

Alecha parecía no haber oído la pregunta, y miraba con horror a Beliayev.

-¡No es posible! -exclama su madre-. Voy a preguntarle a Pelagueya.

Y salió.

-¡Usted me había dado su palabra de honor...! -dijo el chiquillo, todo trémulo, clavando en Beliayev los ojos, llenos de horror y de reproches.

Pero Beliayev no le hizo caso y siguió paseándose por el salón, excitadísimo, sin más preocupación que la de su amor propio herido.
Alecha se llevó a su hermana a un rincón y le contó, con voz que hacía temblar la cólera, cómo lo habían engañado. Lloraba a lágrima viva y fuertes estremecimientos sacudían todo su cuerpo. Era la primera vez, en su vida, que chocaba con la mentira de un modo tan brutal.
FIN